Le recuerdo bien, era un tímido irredento. De hecho, costaba arrancarle un “hola” en el pasillo, aún cuando sus ojos te saludaban con brillo. El parque del Besós fue una de sus primeras obras, acompañado del inefable Helio Piñón.

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Nunca le confesé haberlo frecuentado junto a mi abuelo. Me gustaba, como les gustan a los niños las cosas. Años después, y mirándolo con otros ojos, entendí cómo este parque construye y reinterpreta el lugar mediante una serie de secuencias de elementos sobre unos trazados ordenadores inteligibles.

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Algunos sutilmente sensatos, como las líneas maestras, canales, fijan el lugar mientras desaguan y retienen el sablón. Derivando en una pendiente quasi-escalonada, unitaria y legible en las diversas fugas falsas establecidas en el lugar.

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Otros, rotundos, como el camino en Y conectando tres puntos clave del perímetro, mientras establece zonas de pasos y sugiere posibles usos. Una sucesión de postes inclinados, también luminarias, refuerza su tránsito dual.

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Además, reinterpretaciones del lenguaje clásico, como el posible mirador construido en terrazas articuladas junto a la calle. O figuras vinculables a la tradición paisajística oriental. Como las plataformas, alfombras plegadas tangentes bajo unas pérgolas replicadas a posteriori hasta la saciedad en la reurbanización de nuestra periferia. O el remate inferior mediante piezas prefabricas perfilando el borde de las dunas, adeudadas (quizá) a Miró, o al parque de Yuan Ming Yuan.

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También, retazos de la memoria de Albert, como las bolas de parque Güell cruzando el lugar, en su versión prefabricada. Él, decía, recordaba haber saltado en ellas de niño.

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Como en Picnic al borde del camino, de los Strugatsky, cada uno de nosotros establece una serie de relaciones con el territorio, su retrazado y los objetos depositados sobre éste. Como Tarkovsky al revisitar La Zona en Stalker, existen infinitas lecturas de éste lugar.